Francesco
Nadie cruza el puente antes de tiempo,
porque morir es parte de la vida.
No se teme en momentos difíciles, porque el Alma es sabia y sabe darle tranquilidad a la mente.
Firma: Tú Maestro del Tiempo.
Y fueron pasando los años, los cumpleaños, y las primaveras que tanto amaba Agustín.
El amor a las rosas lo dejaba disfrutar de los aromas que había en el jardín de su casa.
Ahora él tenía compañía, un perro labrador de color beige que era tan inquieto y travieso que no dejaba en pie una sola flor, ni siquiera los bancos del jardín, a los que les había roído todas las patas de madera.
El perro jugaba hasta cansar al niño, ese niño que lo llamaba Pancho, un nombre que el animal no registraba porque nunca obedecía sus órdenes. Parece que el más libre de la casa era el perro.
Poco a poco, el ambiente de la casa empezó a ensombrecerse. Aunque no le decían qué pasaba. Un día su papá lo despertó para invitarlo a dar un paseo en la tarde. Agustín ya tenía una idea de lo que estaba sucediendo. Sabía que su padre estaba enfermo, lo veía día tras día desmejorado. Su papá hacía un esfuerzo enorme para que todo estuviera como antes de enfermarse pero era inútil, faltaba a su trabajo, dormía, no comía casi nada e iba frecuentemente al hospital. Cuando regresaba estaba peor, vomitaba y temblaba hasta que se quedaba dormido.
El niño le había preguntado varias veces a su madre qué enfermedad tenía papá, pero su madre (algo ignorante quizás), no quería contarle toda la verdad. Ella un día inventaba una indigestión, otro un problema de presión arterial y así, olvidándose de la mentira que el día anterior había inventado.
Un día Agustín estaba sumergido entre los libros y las carpetas de la escuela. Mientras miraba dibujos animados, el reloj de su cuarto, colocado arriba de su cuadro preferido de fútbol, dio las diecinueve horas.
Su padre entró despacio al cuarto, con cara un poco preocupada, se dirigió al niño y lo invitó a dar un paseo por el camino que bajaba del cerro donde estaba ubicada su casa.
—Si quieres —agregó Antonio—, puedes llevar a Pancho de paseo, pero colócale una correa porque no estoy para correrlo. Sabes que le gusta escaparse y cuanto más lo llamas más se aleja de nosotros. ¿Recuerdas ese día que no lo encontrábamos y se había escondido en el negocio de comida rápida?
—¡Ay papá! Ya sé que Pancho no obedece, pero qué quieres, nosotros no lo educamos. Ya llegó mal educado de la calle. Sin embargo a veces parece darse cuenta de cómo nos encontramos de ánimo, porque siempre se acurruca al lado de quien está más cansado o preocupado. ¿No has observado cómo te mira, cómo te sigue y hasta te cuida con sus ladridos cuando teme que algo malo te suceda?
—No lo he notado. La verdad, hijo, últimamente siento que estoy poco presente en las cosas cotidianas. Pienso demasiado en otras cosas, además no me siento bien y le tengo miedo al dolor. Siempre estoy tenso, porque no sé en qué momento se me aparece alguna molestia. No hay un solo día que no piense en forma negativa con respecto a mi salud —continuó diciendo el padre de Agustín mientras descolgaba el abrigo del perchero.
Agustín, haciéndose un poco el disimulado, cambió el tema de conversación y dijo:
—¿Qué te parece si seguimos la charla en nuestra salida? Espérame que le ponga la correa a Pancho y nos vamos.
—No olvides tu abrigo, ha empezado a nevar, aunque es poco lo que cae, pero se te enfriará la nariz.
Y los tres se fueron a pasear. Al principio, Agustín hablaba de las travesuras que hacía en su escuela, de lo odiosa que era su maestra y de la cara de bruja de la directora.
Su padre, en cambio, iba con su conversación interna, meditando sobre cómo empezaría a contar lo que le estaba sucediendo. Agustín le preguntó a su padre:
—¿Te gustaría entrar a tomar algo caliente o a comer un postre?
—¡Si claro! Este es un bonito lugar —contestó Antonio señalando el bar que estaba en la esquina.
—Espera, padre, quisiera sentarme en la plaza para dejar que Pancho juegue un poco, y ahí me dirás lo que quieres contarme.
Antonio asintió, y se dispuso a limpiar con la gorra de Agustín el banco de piedra que estaba algo mojado.
—Agustín, quisiera que me prestaras atención —dijo su papá.
Antonio, mientras la voz le empezó a bajar de tono, y con un ritmo tierno y dulce le empezó a hablar a su amado hijo. Volvió a hacer otros comentarios sobre su enfermedad y de sus miedos por dejarlos abandonados.
Un relato que a Agustín le pareció ya conocer. No le costaba trabajo recordar algunas situaciones de su vida anterior. El camino que su padre quizás iría a recorrer si muriera, él ya lo conocía.
Agustín escuchó con amor y con el corazón abierto las palabras de su padre, y de pronto las lágrimas de los dos empezaron a fluir, y el abrazo tampoco se hizo esperar.
Un abrazo que Agustín hubiera querido que durara para toda la vida, un momento que el hubiera querido detener, pero el tiempo es un tirano y ni en momentos tan fuertes como ése se detiene.
Tan solo queda disfrutarlo y guardarlo en el alma.
Agustín, con cierta timidez y con un poco de miedo de que su padre no le creyera, le contó de qué modo él recordaba algunos pasajes de su vida anterior y otras experiencias que le habían sucedido con los Maestros del Cielo.
Y Antonio, como toda persona que se encuentra indefensa ante las tragedias de la vida, decidió creer la fantástica historia que su hijo le había relatado. Además, ese relato le daba cierta tranquilidad.
—La muerte no existe, es tan solo un cambio de ropa, como otros cambios —dijo Agustín de lo más sonriente a su padre—. Tú crees que aquí se acaba todo y no es así; nosotros, los que nos quedamos sufriendo por los que se nos van, somos egoístas y queremos que quienes amamos estén siempre con nosotros, y esto es imposible. Tendríamos que nacer sabiendo ya que todo tiene un principio y un fin. Y que quien vive bien, muere bien.
A veces los médicos dan dictámenes equivocados, y sus diagnósticos no siempre son exactos, no son como las matemáticas, en medicina dos más dos no es invariablemente cuatro.
Los remedios no siempre sanan, pero lo que sí puedo asegurarte es que hay una medicina que es el mejor bálsamo para el dolor, para el sufrimiento o para la incertidumbre, y ésa es la Fe.
Sé fiel, padre, a la vida. Ser fieles, creer, quien no se es fiel a si mismo, no podrá ser íntegro consigo mismo.
También pregúntate qué deberías aprender de todo este proceso, y para qué te puede ayudar la experiencia de estar enfermo.
Yo le pediré a todos los Seres de Luz que te den las respuestas que más necesitas, y te voy a mostrar que los milagros también existen.
—Hijo, me colma de orgullo tu sabiduría y tu amor, pero estoy seguro de que me queda poco tiempo, y por eso te quiero pedir que no te olvides del amor que les tengo a ti y a tu madre.
—Si tú nos quieres tanto, ¿Por qué nos quieres abandonar? ¿Por qué te has enfermado?
—No lo sé. ¿Siempre te enfermas por alguna razón? ¿Tú crees eso? —preguntó fastidiado Antonio.
—Si, padre, estoy seguro de lo que te estoy diciendo. Siempre hay un “para que”, aunque sea en una enfermedad.
—Entonces soy una excepción, porque no puedo encontrarla. ¿Tú me puedes ayudar a descubrir qué es?
—No, papi, yo no lo sé. Quizás te callaste demasiadas cosas. Nunca te escuché gritar, jamás te vi enojado. Y mira que mami no es ninguna santa. Si hay alguien que puede sacarte de tus casillas es ella.
—Pobre mamá, si supiera lo qué estamos diciendo de ella, estaría furiosa.
Las risas y el llanto se unieron en un abrazo,
—No me dejes papi, ahora que te necesito tanto para que me acompañes en esta etapa de mi vida.
—Tú tienes la buena suerte de saber mucho de esta vida, y de cómo comunicarte con Dios. No me pidas algo que no depende de mí. Yo prometo trabajar en mí, y hacer todo lo que este a mi alcance para salir de esta dolorosa situación.
Pero si esto no sucede, si el milagro no aparece, entonces, ¿qué harás?
—Te llevaré en mi corazón y en mi Alma toda la vida, le hablaré a mis hijos de su abuelo, cuidaré a mamá, haré todo lo que me haga feliz, para que te sientas orgulloso de mí.
Y tú me visitarás en sueños, yo te soñaré de modo diferente de vez en cuando, y sabré que en cada sueño estarás entrando en mi alma, sabré que no estás en el cementerio, ni en las cenizas, porque estarás a mi lado, hasta que tu Alma decida volver a tomar otro cuerpo.
Pero algo si te puedo asegurar, y es que no dejarás de cuidarme, sino hasta que me veas suficientemente fuerte para cuidar de mí mismo.
Ningún espíritu abandona al que queda, sin tener la certeza de que quien se queda estará bien en algún momento.
—Y yo, desde el lugar donde me encuentre, querré siempre verte sonreír, quisiera que te conviertas en un gran hombre y sobre todo estaré velando por tu felicidad, y tú sentirás en tu corazón todo el amor que te tengo.
—Pensemos también que te puedes sanar, y tú podrías darle a esta vida otra oportunidad.
De los ojos de Agustín comenzaron a brotar lágrimas. El padre lo tomó de la cabecita, lo acarició y se quedaron abrazados unos minutos.
Agustín quiso hacerse el fuerte y secando las lágrimas de ambos con su pañuelo le sonrió a su padre. En un momento se levantó del banco y fue a abrazar a su perro que se había enredado con el collar, lo desató suavemente, le hizo una seña a su padre para que se levantara y los dos se dispusieron a seguir el paseo.
Antonio le propuso caminar hacia la calle principal del pueblo, y en vez de llevarlo a tomar el postre, le dijo que quería hacerle un regalo para que siempre lo tuviera presente.
Agustín le dijo que no hacía falta que le hiciera ningún regalo, porque los recuerdos tenían que ver con momentos y sensaciones, no con cosas.
—Ésa es tu forma de pensar y la respeto —dijo su padre Antonio—. Pero ahora déjame hacerte el regalo que quiero, déjame darme ese gusto.
Antonio pensó en todas las veces que no había tenido dinero para regalarle a su hijo lo que deseaba. Agustín siempre recibía los regalos usados, aunque para él eran nuevos. Y Antonio pensó en cuántas veces nos damos cuenta de los errores que cometemos en los momentos difíciles, en los momentos culminantes.
Agustín dedujo la charla interna de su padre, y sin hacerle ninguna pregunta dijo:
—Todos aprendemos en momentos difíciles. Para eso sirven estos momentos, sirven para cambiar. Recuerda, padre, que nunca se cambian los jugadores cuando se va ganando el partido.
Antonio ni siquiera escuchó el comentario, solamente le pidió a su hijo que se quedara unos minutos afuera de la librería para entrar a comprarle un regalo que le había elegido.
Agustín, con ese respeto amoroso que sentía y con una sonrisa de amor y pena, miró el cartel de la librería y le encantó su nombre: "Librería de la Fe".
En cuanto bajó la cabeza le respondió a su padre:
—Te espero aquí.
Mientras Pancho se disponía a usar el árbol que estaba en la puerta del pequeño negocio, Agustín no dejaba de pensar en por qué la vida tendría que tener estos condimentos tan amargos,
Antonio entró, pidió unos libros y compró unos dados. Escribió una dedicatoria en una de las hojas y salió contento del lugar.
Le entregó a su querido hijo el regalo. Agustín no esperó a llegar a su casa, rompió la envoltura, abrió los libros y quedándose maravillado con los dibujos que tenían, preguntó:
—¿Es un juego, verdad?
—Si, se llama rol, podrás armar tu propia historia, podrás convertirte en mago, guerrero, sacerdote, o elegir en lo que te quieras convertir. Te enseñaré a jugar en cuanto lleguemos a casa. Eso sí, tienes que jugarlo entre amigos. Cuantos más sean más se van a divertir.
—Pero, papi, si sabes que me gustan los juegos en los que puedo estar solo, y que no tengo amigos.
—Eso es lo que me preocupa de ti. No sé cómo no te aburres con tanta soledad.
—No me aburro ni me siento solo,
—¡Pero eso no es normal! Pareces autista.
—Sabes que no lo soy, ¿o de verdad lo crees?
—¡Demuéstrame que eres capaz de salir a invitar a tus compañeros a jugar este juego!
—Es que pierdo tiempo cuando estoy con ellos. Siento que no hablan mi mismo idioma.
—Pero si todos son de este país. No te entiendo. ¿De qué idioma hablas?
Y la expresión de Agustín se transformó en disgusto.
—Habla hijo, ¿qué idioma?
—Ya lo sabes.
—Ah… claro, nadie habla de energía ni de campos áuricos, ni de Ángeles, ni de transformación de crisis como tú. Déjame decirte algo, hijo querido, no pareces de este planeta.
Creo que te equivocaste, hijo, naciste en un lugar donde tus compañeros, e inclusive nosotros, no sabemos nada de lo que nos cuentas. Y sin embargo eso no significa que los demás no puedan ser tus amigos.
—Sí, pero no son mis pares. Yo debería despertarlos para poder ayudarlos a que evolucionen y tomen conciencia del poder divino que llevan dentro.
—¡Deja eso para la iglesia! Entiende de una vez por todas, tú sólo dedícate a jugar y por favor hazte de amigos, a la larga te será útil en la vida, y además no podrás jugar este juego si estás solo.
—¿Por eso lo compraste?
—No te enojes conmigo —dijo Antonio riéndose pícaramente—. Este juego tiene también ese pensamiento mágico que a ti tanto te gusta. En él estarás creando conjuros, estarás rodeado de Hadas, Elfos y Duendes, así que no fui tan egoísta, en parte escogí el regalo pensando en lo que te gusta.
Agustín siguió estando serio. Ahora él había entrado en una profunda conversación interna, en la que se decía: “No tendría que haber nacido aquí. Este no es mi mundo, ésta no es mi gente”.
Y Agustín llegó a asustarse con ese pensamiento en cuestión de segundos.
Iban los dos caminando, subiendo hacia el camino que conducía a la casita, y el paso de Agustín sin querer se había vuelto mas rápido de lo habitual, olvidándose de que su padre se agitaba al caminar. Cuando el niño salió de su íntimo pensamiento, miró hacia atrás y vio a su padre caminar encorvado, pálido, flaco y se dio cuenta de que no le quedaba mucho tiempo para aprovecharlo. Se volvió corriendo y siguió caminando a su lado, ni más lento ni más rápido, sólo acompañando el paso y cambiando el tema de conversación.
Él decidió ignorar esa sensación poco placentera que le producía el tener que estar con personas a las que quería, pero con quienes no soportaba pasar mucho tiempo.
Extracto de: "Francesco decide volver a nacer"
De: Yohana Garcia